Sobrevivir al coronavirus en el penal de San Miguel, Puebla

La Nave de la Muerte, el último puerto para los contagios en el penal de San Miguel de la ciudad de Puebla

 

 

POR: ALEJANDRO MELGOZA ROCHA (MCCI)
Cuando la pandemia llegó al país, el sistema penitenciario entró en crisis, principalmente en los centros de reclusión más desatendidos históricamente. Con uno de los manejos más opacos, México alcanzó una de las estadísticas de mortandad más letales a nivel América Latina, un avance lento en la vacunación y sin infraestructura para atender los contagios. Cada penal vivió su propio infierno, especialmente el de San Miguel, Puebla, el segundo más peligroso a nivel nacional, donde Marco Antonio Lara cuenta cómo fue ese calvario en «La nave de la muerte».

Todo indicaba que esa mañana de fines de mayo de 2020 sería como cualquier otra en la monótona vida que Marco Antonio Lara Franco lleva en el penal en el que ha estado preso desde hace 20 años. Tras dos horas de trote y boxeo, regresó, sudado, a su celda del área O-24 del penal de San Miguel, en Puebla.

Se quitó la sudadera y se recostó sobre su camastro, hasta donde se colaban esos vientos fríos que ocasionalmente caen sobre la capital poblana. De pronto, comenzó a estornudar; el resfriado lo obligó a recurrir, dos días después, al servicio médico.

La doctora revisó a Marco Antonio con un termómetro, un estetoscopio y un espirómetro y, sin practicarle ninguna prueba adicional para detectar Covid-19, le advirtió:

—Usted es candidato para la nave 3.

—No me lleven para allá, denme medicamentos; sólo es un resfriado. Pero no me lleven para allá —reaccionó Marco Antonio con miedo.

Ella movió la cabeza de un lado a otro, negando la petición. Marco Antonio, un hombre de 60 años en ese entonces, sabía lo que eso significaba.

Poco después, cuando lo trasladaban, todavía alcanzó a decir a Pacheco y Tulio, sus compañeros del módulo:

—Yo creo que ya no nos vamos a volver a ver…

—¡No, cómo crees Toño! ¡Échale ganas!

Marco Antonio comenzaba así el camino hacia la nave 3, mejor conocida como “la nave de la muerte”, el lugar en donde eran confinados los contagiados por Covid-19 y del que pocos lograban sobrevivir.

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Tomó su almohada, sus cobijas y su toalla para dirigirse a “la nave de la muerte”. Los internos de este penal sabían que una vez cruzada esa puerta, estarían aislados un largo tiempo en el mejor de los casos; en el peor, no regresarían vivos.

A pesar de los ánimos que trataban de infundirle, todos sabían en el fondo que Toño, como le dicen, entraba a un campo minado por su edad.

* * *

Cuando traspasó el umbral y se cerró la puerta de la nave 3, ante los sentidos del recién llegado se abrió un cuadro que no había imaginado: el olor fétido acumulado del encierro de casi un centenar de personas, tres excusados y un mingitorio que el personal de la penitenciaría no lavaba. El mismo día que ingresó, ahí había fallecido Reyes, uno de los compañeros de celdas contiguas. Se llenó de terror, a pesar de todo lo que ya había vivido en el penal desde que llegó en 1999. Prefirió guardar silencio y no avisarle a su familia.

Despacio, con pasos cortos, recorrió el espacio. Marco Antonio caminó hacia su cama desnuda, sin cobija o sábana alguna. La nave era una estructura hecha de lámina; en las noches, el viento se filtraba a través de los huecos; en las tardes, los rayos del sol calentaban y sofocaban. Por la poca ventilación, dado que el extractor parecía no funcionar, se profundizaba el olor a ropa lavada con agua estancada, así como a orines y excrementos.

Los muros parecían pintarrajeados de blanco con verde, lo que en realidad era la acumulación de desechos de palomas y pichones. Una tímida luz alcanzaba a filtrarse, apenas suficiente para distinguir las siluetas de los otros confinados.

Quienes “habitaban” esa nave no podían comprar comida distinta a la que daban en el penal, así que debían consumir el famoso “rancho”, cuya calidad prefieren evadir los reos por el sabor y las enfermedades estomacales que causa.

Los alimentos se los enviaban desde la cocina del penal en bolsas de plástico arrojadas al piso para no tener contacto con ellos. La dudosa calidad de la comida, además del sofocante olor que se extendía, hacía que rechazaran cualquier alimento.

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“Pagábamos para que alguien nos ayudara con el aseo, pero nadie quería, así que con todo y los malestares, teníamos que hacerlo por nuestros propios medios”, recuerda Marco Antonio en entrevista.

De poco servía aislarlos si nadie desinfectaba esa zona. Ahí fue la antesala para que murieran 17 personas a lo largo de la pandemia. Se sentía -según cuenta Marco Antonio- la energía pesada de quienes batallaron ahí sus últimos días sin despedirse de nadie.

Cualquiera que haya escuchado la conferencia del 14 de abril del 2020 de Hugo López Gatell, subsecretario de Salud, cuando presentó los protocolos de prevención para las personas privadas de su libertad (PPL), podría imaginar que el Cereso de Puebla estaba acondicionado con equipo médico, medicamentos e insumos como sueros, camillas, doctores y enfermeros.

Nada de esto encontró Marco Antonio ni a su llegada ni en las siguientes semanas, cuando murieron compañeros como El Borrego.

“Yo no iba mal. Me contagié cuando me mandaron para allá”, lamenta Marco Antonio.

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Marco Antonio Lara Franco es uno de los más de 3 mil contagiados en penales del país que lograron evadir la lista de los 256 fallecidos desde que comenzó la emergencia sanitaria hasta junio de este año, de acuerdo con datos proporcionados por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en respuesta a solicitudes de información realizadas.

Sin embargo, la organización Así Legal ha encontrado que las defunciones llegan a 284, a lo que se suman 73 custodios. A pesar de ello, sólo se han vacunado al 18% del total de la población penitenciaria, según los datos de la CNDH.

Pocos centros de reclusión quedaron exentos de la llegada del virus a su interior. Aunque los contagios y las defunciones se registraron en tres cuartas partes de ellos, la incidencia fue mayor en Ciudad de México, Baja California y, por supuesto, Puebla.

La información de las autoridades muestra un mapa de la letalidad: las cárceles en donde murieron más personas son las de la capital del país; lo mismo que las de Baja California, donde se ubican las llamadas El Hongo y El Hongo II; también se encuentra la de Coatzacoalcos, Veracruz; y la de Puebla capital, donde solo han vacunado al 4.6% de las personas privadas de la libertad de dicho estado.

Los indicadores de defunciones y contagios en Puebla son los segundos más altos del país, luego de la Ciudad de México, a pesar de que la población penitenciaria poblana es tres veces menor que la capitalina.

Sobre lo anterior, el área de prensa de la Secretaría de Seguridad local, encargada de los penales en Puebla, no respondió el cuestionario enviado por MCCI desde el pasado 1 de julio. El responsable solo señaló a título personal que se trata de la única entidad que habilitó un penal como hospital para la atención de presos enfermos.

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Marco Antonio tiene muy presente el día en que fue trasladado a la nave 3, tanto como su cuerpo recuerda el “golpe” en el estómago al entrar y como se le revolvieron las entrañas. Sabía que ingresar a ella significaba descender a la imagen que se tiene del purgatorio, a una antesala donde los reos pasaban sus peores horas, para después ser trasladados tardíamente y morir en los hospitales.

Antes de que convirtieran a la nave 3 en zona de aislamiento, los reos fabricaban ahí pinzas para ropa; pero desde mayo del año pasado, se le nombró “la nave de la muerte” porque dejaban a su suerte a los contagiados sin que ni enfermeras o doctores los atendieran o les suministraran medicamentos. Entre los mismos prisioneros se acercaban agua, comida y trapos húmedos, así como medicamentos que compraban sus familiares.

A su llegada, Lara Franco se encontró con otras 70 personas confinadas en esta suerte de bodega habilitada con 100 camas. Había internos con tos y fiebre, que no podían levantarse y pasaban sus días intentando sobrevivir. Transcurrieron los días y después de dos semanas de vivir entre enfermos de Covid-19, él también sucumbió a la enfermedad.

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Con el virus en su interior, el cuerpo de Marco Antonio alcanzó los 40 grados de temperatura, escala en la que el cerebro comienza a construir imágenes desde el delirio.

Dice que sentía temor y veía, entre sueños, un lugar vacío, enrojecido, como si estuviera en medio de un gran incendio en un bosque, en donde se aparecían algunos de sus familiares ya fallecidos: su hermano mayor Jesús y su tío Gerardo.

Todo fue un atropello, en opinión de Marco Antonio: él no debería haber estado ahí, no se le hicieron las pruebas que confirmaran que tenía Covid-19. Y si se salvó fue porque su familia estuvo presionando todo el tiempo, por la deuda de miles de pesos que adquirió para conseguir medicamentos y mantenerlo en pie, así como por una condición física que construyó durante dos décadas de ejercicios en encierro.

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El penal de San Miguel, Puebla, mejor conocido como el Cereso de Puebla, es uno de los 288 que conforman el sistema penitenciario del país y uno de los que ganó fama por los actos negligencia durante los picos de la emergencia sanitaria.

No sólo es uno de los penales con mayor opacidad, que no siguió los lineamientos anunciados por López-Gatell, sino que se llevó el segundo lugar de las defunciones entre los penales del país, sólo debajo del Reclusorio Oriente de la Ciudad de México.

Lo anterior lo sabe el abogado penalista Gustavo González porque lleva la defensa de Marco Antonio y porque ha sido director de al menos seis penales del país. El caso de Puebla lo considera entre los tres “más graves”, porque en comparación con la Ciudad de México, que se llevó el primer lugar, los penales de Puebla no se comparan con la población penitenciaria capitalina. “Fue terrible el manejo de San Miguel, Puebla, y no quieren que se sepa”, afirma.

“En los centros penitenciarios y más en el de San Miguel, Puebla, hay corrupción y ni en la pandemia hubo tregua. Por ejemplo, solo accedía al servicio médico quien tuviera dinero (…) La familia de don Toño ha llevado los medicamentos, cuesta meter los medicamentos”, dice el abogado.

Lo que Marco Antonio y miles de reos más enfrentaron forma parte de las violaciones dentro de las cárceles documentados anualmente por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, hechos agravados a partir de la pandemia, cuyas condiciones se reflejaron en un aumento de 717 por ciento en las quejas presentadas entre 2019 y 2020, según el Reporte de acciones de la CNDH en los sistemas penitenciarios durante la pandemia.

* * *

Cuando finalmente le hicieron la prueba para detectar Covid-19, Marco Antonio ya llevaba en la nave unas tres semanas. La tos y las fiebres fueron continuas a partir del 3 de junio, sin que pudiera siquiera levantarse de la cama. Entre Matías y El Oso, dos de sus compañeros, lo cargaban para que pudiera ir a los sanitarios. Marco Antonio cuenta que uno de los doctores del servicio médico del penal le salvó la vida, porque, literalmente, se los arrancó a los custodios para sacarlo de ahí, a pesar de que se negaban a hacerlo: —Necesito llevármelo de aquí, está muy grave —le dijo el doctor al custodio de aquel lugar de confinamiento, según escuchó Marco Antonio.

—No está autorizado a salir —respondió su interlocutor, acatando las órdenes de los altos funcionarios del centro penitenciario.

—No voy a perder mi cédula profesional por tu negligencia. Me lo voy a llevar —respondió el médico.

A las dos horas arribó una patrulla, lo subieron esposado en la parte trasera. Lo trasladaron al Hospital de Huejotzingo, Puebla, donde le suministraron oxígeno y algunos medicamentos. Según el acta del hospital, el 13 de junio fue ingresado.

Cuando le entregaron las pertenencias de Marco Antonio a su hija Laura, ella encontró unas aspirinas, con las que estaba tratando de contrarrestar la Covid-19. “Fue duro ver las cosas de mi papá porque tenía unas aspirinas; estaba escaseando el medicamento en el penal y lo que alcanzó a comprar fueron aspirinas para la fiebre”.

La familia tuvo que costear todas las medicinas a crédito y con un préstamo de 45 mil pesos, que Laura terminará de pagar en su trabajo hasta enero del 2022.

Luego de unas semanas, y a pesar de no sentirse recuperado, lo dieron de alta. “No me sentía bien y me sorprendió porque en el lapso de esos meses mis saturaciones bajaron tanto que estaba a punto de un paro respiratorio e iba a ser intubado”, cuenta Marco Antonio, quien señala que a su lado murió su compañero de celda, Raúl, al día siguiente.

El 6 de julio lo llevaron de nuevo al Cereso y lo ubicaron en una sala de aislamiento del servicio médico, que servía como filtro de observación una vez que las condiciones de salud de los pacientes mejoraran. A las pocas horas de pisar el penal, la condición de Marco Antonio se agravó, y cuando la enfermera le tomó la saturación de oxígeno, le dijo: “¿Por qué te regresaron para acá? Tú sigues mal”.

De nueva cuenta, la autoridad penitenciaria puso trabas cuando lo quisieron trasladar al hospital y la familia presionó desde afuera para llevarlo. Esta vez lo trasladaron al Hospital de Las Margaritas del Instituto Mexicano del Seguro Social y, una vez ahí, fue internado en el área de cuidados intensivos el 14 de julio. Ambos ingresos a los hospitales fueron gracias a que su familia lo aseguró.

Una vez que le realizaron estudios, le diagnosticaron una fibrosis pulmonar como parte de las secuelas de la Covid-19. “Me dijeron que era un daño irreparable, que era candidato para depender por siempre del oxígeno”, narra Marco Antonio, cuyo reporte médico del 16 de julio confirma su estado de “insuficiencia respiratoria crónica secundaria a secuelas de neumonía severa por Covid-19-fibrosis pulmonar”.

Ahí comenzó otro camino de dificultades, ya que Laura no hallaba respiradores por ninguna parte, además de que las autoridades de la prisión presionaban para que Marco Antonio fuera devuelto a la cárcel, pretensión que no podía cumplirse hasta que no tuviera un respirador. “Querían que mi papá se fuera”, cuenta Laura, quien añade que finalmente adquirieron uno por 15 mil pesos.

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A pesar de las presiones de su familia y de él para que no volviera a “la nave de la muerte”, Marco Antonio regresaría una vez más y también lo hicieron las fiebres.

En agosto, una vez que se había restablecido medianamente, fue llevado al área de observación del servicio médico del penal.

“A los seis meses me dicen que necesitaban mi cama porque había gente más grave; me sacan de servicio médico y me querían mandar al dormitorio A”. Les pidió que lo llevaran al dormitorio donde estaba, pero no accedieron. “Me dicen: ‘no, es que usted todavía está mal’. Y les respondí: ‘si estoy mal, ¿por qué me sacan de servicio médico?’”, narra Marco Antonio, cuyo peso pasó de 90 a 52 kilos.

Cuando Marco Antonio llegó a su dormitorio, no encontró ninguna de las pertenencias que había adquirido en dos décadas. Sus compañeros de celda no sabían nada de él y le contaron que durante el tiempo que estuvo en el hospital, un custodio pasó a avisar que había muerto. Se llevaron sus pertenencias y las vendieron.

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Los datos de mortandad por Covid-19 en centros penitenciarios ubican a México en el tercer lugar en toda América Latina, después de Perú y Brasil; aquí se tienen registrados 256 fallecimientos, en tanto que en los penales peruanos la cifra es de 446 y en los brasileños de 340, de acuerdo con un registro hemerográfico elaborado por MCCI, cuyo corte es hasta junio de este año.

Una de las medidas recomendadas en mayo de 2020 por Michelle Bachelet, la alta comisionada para derechos humanos de la ONU, fue despresurizar las poblaciones penitenciarias para evitar la propagación del contagio, pues la sobrepoblación, el hacinamiento y las violaciones a derechos humanos en el acceso a la salud, son problemas sistémicos de los penales latinoamericanos, según informes de Amnistía Internacional y Human Rights Watch.

No obstante, las estadísticas de preliberaciones de México no son alentadoras. Sólo se liberaron anticipadamente a 3 mil 984 personas, según las cifras del Monitoreo de la Pandemia en Centros Penitenciarios Mexicanos, elaborado por la organización Así Legal con base en solicitudes de información y las cifras contenidas en el Cuaderno de Información de Estadística Penitenciaria del Órgano de Prevención y Readaptación Social.

Y en el caso de Puebla, sólo a 28 personas, a pesar de que sus penales tienen altos índices de sobrepoblación. Tiene el quinto lugar a nivel nacional.

La cantidad total de preliberaciones no significaba ni el 10% del total de la población penitenciaria oficial. “Hubo menos liberados que cuando no había pandemia”, dice José Luis Gutiérrez, director de la asociación Así Legal.

De acuerdo con los informes de las organizaciones dedicadas a la defensa de derechos humanos como Así Legal y Documenta AC, este desorden también se registró a la hora de sistematizar los contagios, defunciones y pruebas.

Por ejemplo, el director de Así Legal señala que documentaron hasta mayo de este año 4 mil 351 contagios frente a los 3 mil 421 que reporta la CNDH.

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Cuando Marco Antonio estaba luchando por sobrevivir, lo único que lo sostenía era pensar en su familia y en demostrar su inocencia después de llevar 21 años encarcelado de manera “injusta”, según dice, ya que en diciembre 1999 lo acusaron de un homicidio y un secuestro, que no pudieron ser acreditados con pruebas, salvo las declaraciones de los policías judiciales.

Desde que fue detenido no ha cesado de insistir en su inocencia y ha enviado peticiones durante 18 años a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Puebla y a los expresidentes Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, así como con el presidente Andrés Manuel López Obrador, para que se revise su caso.

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“Con profunda humildad y gran esperanza comparezco ante usted a solicitar de su ayuda para devolver a mi padre su libertad robada, ya que desde hace casi 22 años al señor Marco Antonio Lara Franco le fabricaron un delito que lo tiene preso injustamente”, indica la carta dirigida a López Obrador el 23 de junio de 2021, firmada por su hija Gabriela Lara.

Marco Antonio no sólo pelea por su inocencia desde hace más de 20 años, sino que ahora lo hace por su vida, pues a pesar de que ya solicitó desde 2018 hasta junio de este año, una preliberación y un pedimento de prisión domiciliaria por su estado de salud, las autoridades no le han resuelto hasta el momento.

“Los criterios de los jueces de ejecución están muy por debajo”, dice el abogado González sobre las dos peticiones que un par de jueces han desechado sin siquiera analizar el caso, aludiendo que fue juzgado en el pasado sistema penal.

Aunque ahora otro juez les dio la razón luego de presentar un amparo: “Nos dice que si bien es una ley anterior con la que fue juzgado, se puede aplicar de manera retroactiva en beneficio de la persona privada de la libertad”.

Su defensa apela razones de salud, pues si bien ya recibió las dos vacunas, esto no ayuda para aliviar la fibrosis pulmonar, secuela de la Covid-19. El acta clínica del IMSS indica el “uso estricto y continuo” por las noches y de forma “intermitente” durante el día de manera “indefinida” hasta la siguiente valoración. “El juez debe considerar lo que dicen los médicos”, indica el abogado.

Además, alega el abogado, ya cumplió la mitad de una condena que, se basó en “testimonios falsos, evidencias fabricadas y firmas apócrifas” antes de la llegada del nuevo sistema penal acusatorio.

Los años en el Cereso de Puebla le han privado de su libertad, de ver crecer a sus hijas, lo han llevado a la bancarrota y ha acabado con la tranquilidad de su familia.

“La autoridad me sentenció dos veces”, acusa Marco Antonio con una voz que se diluye, lenta, entre el cansancio y el respirador al que vive atado diariamente, cuando lo llevaron a la nave de la muerte y cuando lo condenaron por un secuestro y un homicidio.

“Yo no lo cometí, pero estoy fregándome con esta sentencia”, dice con dificultad.

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